viernes, 11 de julio de 2008

Los presos a la oficina

Las mentiras e hipocresías sociales, el fraude y la perversión sutil se encuentran contenidas en el más amplio sentido en ciertos ámbitos laborales. Como éste al que me voy a referir: el de los jefes-secretarias-subalternos. Ahora me ha tocado meterme en el papel de secretaria, pero de dirección, ¿eh? Que una no se anda con chiquitas. Y desde este mi puesto, observo, escucho, proceso, y actúo como se espera de mí. No es un trabajo difícil, pero es cansino y a veces, exasperante. Y aquí me quiero detener. ¿Por qué exasperante? Pues porque experimento en carne propia el yugo de la jerarquización más rancia y estúpida.

Ciertamente nunca había trabajado en un lugar que continúe la estela de la tradición más española, nombrando al ingeniero de turno “don”, viendo cómo ocupan los puestos más bajos las mujeres, y ejecutando una serie de órdenes de lo más tontas. Tanto que, a veces, tengo que contener la risa o la sorpresa.

Como primer ejemplo, un día mi Don –que es el jefe de los demás dones y no dones- me pide que llame a la secretaria de otro superDon, para quedar a comer con él en agosto. Lo curioso del caso es que él me llamaba por el móvil teniendo a ese superDon a su lado. Qué excentricidad, pensé. Pero lo hago, porque tampoco me cuesta nada, claro…


Los correos electrónicos que él recibe me los manda a mí para que yo los imprima. ¿Es porque no está conectado a una impresora? Ni mucho menos. De hecho tiene una personal, que la utilizará para imprimir christmas para su familia… Creo que es porque le hace ilusión que alguien le traiga en mano los folios impresos…¿no?

Y luego el correo físico no quiere que se lo dé cerrado, sino abierto. Es que él trabaja duro, y no puede entretenerse en abrir la correspondencia. Por favor, si es un don…

Hay que reservar en un restaurante, y me encanta comprobar cómo se llaman los restaurantes. Son nombres dignos de estos peces gordos que se reúnen para reunirse y que hacen obras de ingeniería importantes, pensando que lo demás es superfluo. Aldaba, Cacique, El telégrafo. Hay enfrente una trattoria que se llama Pinocchio, y la verdad que me resulta imposible imaginarme a mi don pidiéndome una reserva para comer en el Pinocchio. Ya solo por el nombre. Y a lo mejor se come cien veces mejor que en Aldaba, pero bueno, ¿dónde va a parar? No se va a llevar a Florentino Pérez o a la Ministra de Cultura al Pinocchio o al Cricket. ¡Qué vulgaridad! Pues no, se van al Telégrafo, que suena a tradición, a cosas antiguas bien hechas de las que les gustan a ellos; o al Aldaba, que suena a señorial y a castillo; o al Cacique, que… en fin, vamos a dejarlo.

Es un verdadero regalo poder involucrarme en este mundillo totalmente ajeno para mí, lleno de recovecos para indagar y explotar. O bien para escribir un libro, o para idear una película o una serie, o para quedármelo yo a modo de inventario antropológico. Un trabajo más a analizar. Me resulta más que fascinante comprobar desde dentro cómo pasan la vida las personas que veo en el metro con cara de pocos amigos, sin una pizca de ánimo por pasar el tiempo en una oficina triste. Y es que esto es una redundancia: oficia es igual a triste siempre.

Hoy he hablado con un señor amable, que al principio me resultó algo histérico, ya que me exigía unas facturas que yo no tenía y me miraba inquisidor como si yo fuera la culpable de que se hubieran gastado 60.000 euros en lo que va de año. Pues bien, este señor me ha contado –una vez que hemos roto el hielo de los desconocidos- que le quedaban unos pocos meses para jubilarse. Y el brillo en sus ojos me ha hecho pensar que por fin, y después de treinta o cuarenta años él era consciente de que volvía a ser libre. Iba a comprarse unos palos de golf, y a vivir la vida. Se ha pasado toda la vida laboral esperando este momento, de la misma manera que esperaba que llegase el mes de agosto para perder de vista sus facturas. Y es que su trabajo no lo quiero yo ni en pintura; él hace… se dedica a… tiene… que… organizar facturas, para resumir.

Pero es uno más. Un ser que madruga para entregar su alma a una empresa, y una vez que sale de allí vuelve a ser él mismo. Se alquila por dinero. Nunca haría eso si pudiera elegir, o si no tuviese que ganarse la vida, bien porque fuera millonario, bien porque estuviese bajo otra civilización más avanzada e inteligente.

Sigo sin comprender este sistema. ¿Quién lo mantiene? ¿Por qué? ¿A quién le interesa? Y pasan los años, y lo veo todavía peor. No puedo concebir aún que mi vida tenga que ser una entrega incondicional a un trabajo que no me guste por conseguir un dinero que me permita en unas pocas horas libres al día hacer lo que yo quiera. Es que no es posible que mi inocente mente pueda entender que mis propios congéneres de una determinada época inventaron este yugo infernal que te asfixia, te doma y finalmente te abandona a una vejez libre, pero extenuada y sin ganas.

Todos queremos hacer cosas en nuestra juventud; no queremos poder hacerlas cuando nos hayamos jubilado, o cuando llegue agosto, o cuando nos hayamos cogido cuatro días libres de permiso carcelario. Y es que el trabajo es una prisión. No me estoy refiriendo a aquel que le apasiona lo que hace; ya sea químico, delineante o domador de loros en el zoo. Sino a ese trabajo que atañe al 75% de la población, y que es el que nadie quiere hacer; secretaria, contable, administrativo… oficinista en una palabra. Éstos son los verdaderos presos. Un barrendero, un basurero o un soldador es mucho más libre que ellos. Al menos ellos pueden ver la luz del sol, o pueden respirar aire fresco, moverse y conocer más espacios que los oficinistas. Aquél oficinista que entra con veinte años a una empresa y sale con sesenta, para mí ha cumplido una condena voluntaria demasiado larga, demasiado costosa, y que no tiene compensación posible. Cuarenta años dedicados a algo que ni te va ni te viene no tiene nombre como tortura. Es nuestra moral cristiana –como diría Nietzsche- que nos hace reclinarnos ante la pesada carga de la culpa. Nos da tanto pudor ser libres sin sacrificios…

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